PREFACIO
“El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”
Sirvan estas palabras del salmo 125 como saludo de alabanza al Señor que, por su misericordia, nos ha permitido llegar sanos y salvos a estos momentos que tanto hemos anhelado y en la confianza de que aquellos que se fueron gozan ya de su presencia y hoy se unen a nosotros realizando su ofrenda desde el cielo como tan certeramente retrata el cartel que ha servido para convocarnos esta noche.
Estamos alegres porque, como se dijo al presentar dicha obra, vuelve la vida. La vida que conocimos y amamos; la que se suspendió robándonos hasta los besos y por la que transitábamos despreocupados; la que se detuvo causando el estupor general y por cuyos detalles más elementales hemos estado largo tiempo suspirando; la que tal vez no valorábamos hasta que nos enfrentamos a una situación que nos mostró la imagen de nuestra enorme fragilidad.
Vuelve la vida y -aún la herida fresca y latentes en la memoria todas las ausencias- saludamos con júbilo su regreso y ese reverdecer de las emociones que habíamos dejado en barbecho, esperando el momento propicio para volver a brotar.
Es la hora de reencontrarnos con todo aquello a lo que tuvimos que renunciar. De descolgar la túnica de ese sitio desde el que esperaba la definitiva mano de plancha; de terminar de encerar aquel farol que dejamos sobre la mesa de albacería; de atizar el carbón para reavivar las brasas que quedaron casi dormidas en el incensario. Es la hora de rescatar los cuadrantes y los ensayos; de volver al trajín en la casa de hermandad, al bullicio alegre del saludo a los hermanos.
Alguien dijo, en este período doloroso y triste, que la felicidad era todo aquello que teníamos, pero no nos habíamos dado cuenta hasta que lo perdimos. No se trata de olvidar porque sería injusto, pero sí de retomar nuestras costumbres y nuestros modos, de recobrar el pulso normal volviendo a todo lo que fuimos desde siempre.
Por ello, meditada e intencionadamente, traigo hoy los folios que se escribieron entonces pues nada ha variado en este intervalo en el sentimiento que hace dos años los inspiró, y como al parecer es cierto que el corazón nos hace regresar a nuestras mejores experiencias os invito a viajar conmigo a un momento que ninguno de los que lo vivimos podremos olvidar jamás.
Igualmente os pido que ese recuerdo nos sirva y aglutine especialmente para implorar de la que es su Reina, la paz del mundo.
Un
CLAVEL
PARA
El
Rocío.
UNA CARTA Y ALGUNOS CUANTOS VERSOS PARA LA NOVIA DE MÁLAGA.
Rafael de las Peñas Díaz
INTROITO
Me despedí aquella tarde
con un beso en tu campana.
Habías llegado despacio,
casi flotando, liviana
como la bruma, en volandas
del cariño de los tuyos,
el mismo que en la mañana
había puesto en tu cabeza
estrellas de mil plegarías.
Aún resonaba en el aire
la voz de menta y de jara
que te cantó desde el arco
del Calvario. Aún estaban
las manos enrojecidas
de tanto tocar las palmas
y aún estaban los pañuelos
empapándose de lágrimas
mientras, en un mar de vivas,
tu barco blanco flotaba.
Eran blancas las sonrisas,
las miradas eran blancas,
blancos los escalofríos
el anhelo y la nostalgia.
Blanco el humo del incienso
lo mismo que las dalmáticas,
el ropón del pertiguero
era blanco y en su placa
reverberaban los brillos
blancos de la blanca plata.
Blancas la bulla y la calle,
blancos el aire y el agua,
blancas las cuatro palmeras
las dos fuentes también blancas,
blanco se hizo el arcoíris
los suelos y las fachadas.
Fíjate si en tu presencia
tornose la tarde blanca
que se hizo blanco el carbón
que da nombre a aquella plaza
cuando tu santa blancura
enjalbegó sus entrañas.
Blanca, qué blanca viniste
hasta mí, por Dios, ¡qué blanca!
hasta poner en mis manos
el martillo que ordenaba
subir y bajar tu trono
blanco, de nardo y de nácar.
Blanco temblaba mi pulso
y mi voz, en la llamada,
vino a decirte otra vez,
igual que sobre las tablas,
que estábamos todos locos
porque septiembre llegara.
Dos toques…todos dispuestos
fundiendo el varal y el alma
con los hombros, y al tercero
fue como si te elevaran
los ángeles hasta el cielo
en el que tienes tu casa.
Por Dios, qué blanca enfilaste
bajando calle Granada
entre flores y entre oles,
por Dios cómo te llevaban,
con qué fuerza y con qué mimo,
con qué garbo, con qué ganas,
con cuánta delicadeza
y a la vez con cuánta garra
iban meciendo, despacio,
tu trono de nardo y nácar.
Qué blanca era tu silueta,
qué blanca tu sombra y cuánta
blancura había en tus perfiles,
en tu frente y en tu espalda.
Blanco el fondo de tus ojos,
los de la mirada garza,
blanco el dorso de tus manos
y la seda de sus palmas,
blanca la estela y la huella
bendita de tus pisadas,
blanca tu cintura fina
y tu cabeza inclinada,
blanca la sal de tu pena
y el azúcar de tu gracia.
Por eso, cuando te ibas,
no pude encontrar palabras
ni piropos, ni oraciones,
ni versos que reflejaran
lo que sentía en mis adentros
viendo cómo te alejabas.
Por eso te dije adiós
con un beso en tu campana.
SALUDO
Sr. Hermano Mayor, Junta de Gobierno y Consejo de la Real, Ilustre y Venerable Hermandad Sacramental de Nuestro Padre Jesús de los Pasos en el Monte Calvario y María Santísima del Rocío Coronada
Señor Pregonero de la Semana Santa de Málaga
Señor Pintor del cartel oficial de la misma
Representantes de Cofradías y Hermandades
Hermanos
Vecinos del barrio de la Victoria
Señoras y señores
Así fue, así sucedió en aquel día inolvidable y ahora vengo, por los siempre tiernos caminos de la memoria, al instante feliz del encuentro con aquello que se sabe amado y sentido en los adentros.
Llego hasta aquí con la ilusión de quien recibe un regalo que aún sin desenvolver ya lo llena de alegría; con los nervios del que está a punto de hacer realidad un viejo anhelo; con la felicidad de materializar un sueño. Sí -y no me preguntéis por qué, ya que de sobra sé que no alcanzo ningún mérito a pesar de las amables y cariñosas palabras que acaba de dedicarme quien en una semana va a ser la voz de todos nosotros y al que desde aquí vuelvo a desearle la mayor de las suertes a la vez que le agradezco su complicidad y afecto, aunque con ello, querido Javier, se haya acrecentado el vértigo que ahora me provoca mi atrevimiento.
Sí, no ocultaré que era esta una cita apetecida, aunque también debo decir que nunca creí que llegara a producirse. Por eso, en alguna ocasión, me entregué a la tarea de fantasear cómo sería esta circunstancia y cuántas y qué cosas contaría. Era como el niño que imagina su futuro llenándolo a su antojo con todo lo bello que la fantasía alcanza a vislumbrar; como esas visiones que nos visitan al dormir y nos llenan de dulzura los despertares, y ahora, llegado el momento, siquiera sé si seré capaz de dibujar, al menos débilmente, todo aquello que en tiempos sospeché.
Llego hasta aquí con un encargo que habla bien a las claras de la generosidad de la buena gente de esta Cofradía a la que nunca podré agradecer lo suficiente la encomienda de una misión tan concreta como hermosa, de la misma manera que por desgracia me es imposible fundirme en un abrazo con quién pusiera mi nombre sobre el tapete y al que espero no defraudar cuando me oiga, allá en lo alto, entre estrellas y golondrinas.
Llego hasta aquí, como todos vosotros, urgido por el deseo irrefrenable de reencontrarnos con todo lo que fuimos, con todo lo que somos; con aquello que sabemos que nos pertenece y está inscrito en el calendario de los ritos que aprendimos a respetar y a amar. Llego, a colgar en los aleros de siempre los nidos de nuestras más grandes emociones, esas que se cuelan en nuestras entretelas y nos pellizcan en lo hondo.
Llego sobre los mismos pasos que me traían por el cercano “lejío”, en una época ya demasiado lejana, a la mañana del domingo en la que los cohetes anunciaban que el barrio se llenaba del Espíritu con las caricias que en su piel de siglos hacía aquella Mocita madrugadora con el damasco de su manto. Llego, trayendo entre los dedos la plastilina y el brillante papel del orillo con el que jugaba a ser Villarreal construyendo en miniatura aquel frontal que miraba y remiraba en una de las postales que me había traído mi padre me compraba y formaba parte de mi particular tesoro. Llego, impaciente y contento, como acudía a aquella encrucijada de calles en las que siempre coincidíamos camino del recorrido oficial, yo en busca de mis sillas y Ella…Ella al encuentro de su gente que la aguardaba, ayer como hoy, para demostrarle cuánto y de qué forma la quiere.
Llego, como si volviera al bullicio que en las madrugadas de encierros me engullía y entre el que me empinaba, de puntillas, absorto por aquella explosión de fervores y el humo de las letras que describían los fuegos de artificio. Llego, y me agarro a este atril como al balcón desde el que me gusta ver como se ensancha a la medida justa la curva que todos sabemos, esa que atesora en una de sus esquinas el testigo de la primera vez que vio la nieve.
Llego y traigo para Ella
las ganas de revivir
lo que supuso escribir
lo de la pura doncella.
Mirad si me dejó huella
y me marcó aquel momento
que en esta noche me siento
como si estuviera en casa.
Pasa el tiempo, mas no pasa
la hora de los sentimientos.
Que no nos cuenten el cuento
de que lo nuestro es mentira
porque aquí, en el chupitira,
hay de razones un ciento
para hacerle un monumento
a la fe sencilla y llana
de la gente que se afana
en levantar su bandera,
santa, firme y verdadera,
de devoción victoriana.
EL BARRIO
Por eso fue en este barrio. Tenía que ser aquí, en este barrio, a las faldas benditas de nuestra Patrona, el lugar en el que naciera una de las más bonitas iniciativas de la imaginación cofrade. Tenía que ser aquí, entre vosotros, donde surgiera la idea de arrimar una flor para adornar los tronos de vuestros vecinos predilectos.
Cierto es que las dificultades apretaban, que no se vivían las mejores horas, que las necesidades eran muchas y que los recursos -que nunca fueron demasiados en una hermandad tan humilde como la mayoría de sus componentes- escaseaban y apenas alcanzaban a cubrir lo imprescindible. El alquiler de los toldos y el estipendio de los guardas; la limpieza de las túnicas y el caché de las bandas; las bengalas, los saeteros, los hombres de trono y sus capataces, las propinas a los que llevaban los enseres más pesados…todo era un sumar que traía de cabeza al tesorero que miraba y remiraba los libros buscando encontrar lo que de sobra sabía que no hallaría. Todo eso es cierto, y la historia está ahí para demostrarlo, pero estoy convencido de que la raíz de aquella propuesta, más allá de solucionar una necesidad concreta, era simbolizar el vínculo del pueblo fiel con las imágenes que eran y son su santo y seña.
El caso es que la voz que se alzó desde la espadañita de San Lázaro llegó a los últimos rincones de esta noble ciudad que no dudó en acudir a la llamada de su Novia, iniciándose entonces lo que ya es una tradición de nuestra Semana Santa cuya renovación vengo a invocaros
Desde entonces hasta hoy ¿Cuántos claveles habrán llegado a los pies del Nazareno, para hacer más blanda su caída? ¿Cuántos habrán perfumado el pasear cadencioso de la Virgen en el gozo de los Martes Santos? ¿Cuántas historias llevará escritas cada pétalo? ¿Cuántas plegarias el haz apretado de los ramos y cuántas súplicas cada uno de los tallos temblorosos? ¿Cuántas lágrimas caben en las remotas notas de clavo que viven en los pistilos? ¿Cuántos besos se habrán depositado en la rizada piel de las corolas?
Sin duda han sido muchas, muchísimas, incontables las ofrendas con las que los malagueños han construido esta bonita realidad, y ya ni siquiera es necesario que una voz los motive o los convoque para que, llegado el momento, se acerquen del entorno más próximo o de los enclaves más distantes, para refrendar su homenaje de cariño repitiendo un gesto que es toda una declaración del amor que, cada año, reverdece y estalla como lo acaba de hacer la primavera que venimos estrenando apenas hace unos días
DEO GRATIA
Por eso no vengo a pedir. Perdóname, Juan, amigo, compañero y responsable de que hoy ocupe este estrado. Perdóname, Javier, que generoso ratificaste lo que ya estaba casi hecho. Perdonadme, hermanos del Rocío con quienes tanto quiero, pero no puedo solicitarle a mi gente lo que de sobra sé que está dispuesta a ofrecer, y es por esa razón por la que quiero que mis palabras sean un manifiesto de gratitud.
Quiero dar las gracias a los que se les ocurrió darnos la oportunidad de ser parte de los altares sobre los que Cristo y su Madre pasean entre nosotros en los días soñados de la Semana Santa, en ese tiempo sin tiempo en el que no hay más Dios ni más Santa María que los que se echan a las calles, aupados en los tronos que el arte de este pueblo antiguo concibió para Ellos.
Quiero dar las gracias cuantos perseveraron para que la semilla germinara y no se frustrara por la helada de la desidia ni se perdiera en los vericuetos de esta ciudad maravillosa y olvidadiza a partes iguales y también, por supuesto, a todos aquellos que trajeron y seguirán trayendo un clavel para el Rocío
Quiero dar las gracias a los que un día decidieron hermanarse en torno a un Nazareno para meditar las estaciones de su Pasión sin saber que estaban creando un emblema que habría de perdurar a través de los siglos. Quiero dar las gracias a cuantos vistieron alguna vez la túnica blanca o la morada y a aquellos que a su última se la llevaron puesta, para presumir en los palcos de allá arriba de su cofradía y de su rancio abolengo que es algo que de niño leía en La Saeta sin saber lo que significaba pero que hoy reivindico como la mejor y más exacta definición de esta corporación.
Por eso hoy, quiero dar las gracias por Antonio Fernández, por su ejemplo de fidelidad y por el testimonio de su devoción, valores que ha transmitido a los suyos como la mejor herencia y que, precisamente en este día en el que se cumplen 45 años de la bendición del Señor de los Pasos, se ha marchado a los altozanos de la Gloria para estar para siempre poniéndole claveles a Él y a la Virgen a la que quiso como a la niña de sus ojos.
Sí, quiero dar las gracias por todos los que fueron y por todos los que son; por los tiempos difíciles, con sus experiencias y sus moralejas, y por los de bonanza con el regustillo que queda al despojarse del capirote; por los años de lluvia y los años de estrenos; por aquellos altares de cíngulos y plantas y por los que no dejan de asombrarnos en su magnificencia; por el revuelo de las capas y los martillos rotos; por Mollar y por Eslava; por Juan, por Jesús y por Eloy; por el obispo que permitía que se derribara el tabique de la iglesia y por el que firmó un decreto que el pueblo había dictado en su llaneza; por los techos que dieron amparo a la estrechez y la constancia y por el que ahora nos cobija y nos permite reunirnos y que será testigo de la conversión de este espacio en un nuevo vergel de fervores y claveles.
Te agradezco, Señor, los innumerables dones que has ido derramando sobre esta buena gente, pero, sobre todo, quiero darte las gracias por la hora bendita en la que tu inconmensurable generosidad trajo hasta aquí el sacrosanto nombre de Rocío
Cuando decimos Rocío
la voz se nos enamora.
Es claridad de la aurora
reflejándose en el río.
Es frescor en el estío,
el sol en la primavera
y en el invierno es hoguera
que nos calienta del frío,
por eso al decir Rocío
se nos va la vida entera.
Cuando decimos Rocío
decimos madre y amiga,
alivio en nuestra fatiga,
brújula en el extravío.
Tradición y poderío,
historia, casta, solera,
la victoriana manera
de expresar el señorío,
por eso al decir Rocío
se nos va la vida entera.
Cuando decimos Rocío
decimos casa, camino,
chorro de luz, remolino
alborotando el gentío.
Novia en el altar, tronío,
la más pura sementera
que entre todas escogiera
Dios a su libre albedrío.
Por eso al decir Rocío
se nos va la vida entera.
Por eso, Madre, doy las gracias por tu nombre y por el momento en el que arribaste a quedarte con nosotros. Porque vino tu presencia a marcar un tiempo nuevo, no mejor ni peor pero sí diferente en esta hermandad secular y en este barrio antiguo que ya no volverían a ser los mismos desde aquel día que impregnaste con tu sonrisilla el sepia de las crónicas que cuentan tu llegada.
Apareciste, con tu ajuar de blanco y plata, y ya formaste una revolución. Viniste, con tus aires diferentes, a poner patas arriba un colectivo que tal vez no lo supiera pero que te esperaba, que te necesitaba desde siempre.
Llegaste para quedarte en la vida de la gente por toda la eternidad. Para convertirte en una de los suyos, para ser su vecina de todas las horas; la puerta siempre abierta en la que dar un recado o solicitar el arreglo a un desavío; la continua oidora de las historias que nadie como Tú sabía y sabe escuchar; la compañera de confidencias, la disipadora de dudas, la alentadora de sueños, la mejor mediadora entre nosotros y el Nazareno de los Pasos, demasiado tiempo solo en el vetusto lazareto. Llegaste para ser la playa de todas nuestras olas y el oasis de todos nuestros desiertos.
Llegaste, Rocío, para hacerte como nosotros en los detalles más simples. A apropiarte de la cal de las fachadas y de los azulejos en la quietud de los patios llenos de lebrillos y “pilistras”; de los jardines de las casas elegantes y de los umbríos portales entre contadores de luz y sillas para sacar a la acera de tertulia; de los anaqueles de las viejas tiendas y de las paredes de los cafés más populares; de los naranjos -siempre en flor en tus reflejos- y de los pinos bajando laderas para verte. De las torres, de las espadañas, de los campanarios, del Compás y de la Plaza, del Huerto y del Cobertizo, del piar de los pájaros y de las palmas de los flamencos.
Llegaste para adueñarte del corazón de esta ciudad, que se ennovió contigo desde el primer instante y que acude constantemente a tu presencia para renovar su compromiso como lo hará en apenas dos semanas para ofrecerte un jardín de amores en la víspera del día en el que habrás de caminar, regando con tu Rocío el surco profundo que labra la cruz de tu Hijo para que en él vuelva a brotar el amor que os profesamos los que tenemos la suerte de ser malagueños.
BAJO SUS PASOS
Nos parecerá mentira, se nos antojará irreal que haya pasado un año y que estén las manillas del reloj de las ilusiones a punto de marcar, de nuevo, el instante único e indescriptible del gozo que nos invadirá cuando la Cofradía se vuelva a echarse a la calle. Nos parece mentira cuando, lentamente, al ritmo justo que tienen las cosas bonitas, como destilado en el alambique de las entrañas del barrio, el cortejo va ganando espacio a la muchedumbre que se agolpa para ser testigos y fedatarios de un nuevo milagro.
Y hay música, y aplausos, y voces de mando que son como el aldabón que llama a la puerta de las conciencias y sí, nos parece mentira que ya esté el Señor en su bajel dorado surcando los cárdenos meandros que dibujan los nazarenos Altozano arriba.
Y están las aceras llenas, y los balcones en flor y en vilo, y las puertas abiertas, y el sol en lo alto brillante como un ostensorio, y los labios prestos al roce de la oración, y los ojos fijos en el dulce vaivén del Cordero de Dios que ha venido a quitar los pecados del mundo y las penas del barrio.
Ya viene sobre la tarde
caminando el Nazareno
de los Pasos y, en su andar,
se está deteniendo el tiempo.
Lleva la espalda inclinada
bajo el peso del madero,
y en la cabeza corona
de espinos crueles y fieros.
Cuánta paz hay en su rostro,
cuánta bondad en su gesto,
qué ternura en esos ojos
como el fruto del almendro,
cuánta generosidad
y cuánto amor en su ejemplo.
Ya viene, sobre la tarde,
caminando el Nazareno
de los Pasos y, al pasar,
lleva los andares viejos
de aquellos hombres de trono
que cargaban en el puerto
y después eran los pies
del mismo Rey de los Cielos.
Cuánta firmeza avanzando,
Cuánto compás, cuanto esfuerzo,
cuánta ilusión en el paso
saliendo con el izquierdo,
cuánta alma y cuánto hombro
desangrado en padrenuestros.
Ya viene, sobre la tarde,
caminando el Nazareno
de los Pasos, y al pasar,
lleva prendido el revuelo
de las túnicas moradas
que tantas veces vistieron
los victorianos antiguos
que alumbraron su sendero.
Cuánta cera derramada
cuánto llanto, cuanto rezo,
cuánto damasco en las capas,
cuánto capirote puesto
según lo mandan las leyes
de los penitentes buenos.
Ya se va, sobre la tarde,
caminando el Nazareno
de los Pasos y al caer,
con su rodilla en el suelo
ve como las duras piedras
se tornaron tiernos besos
al contacto de las flores
que ayer le trajo su pueblo.
Se aleja, sobre los claroscuros de las casas en ruina y de los nuevos edificios, y cruzo mi mirada con la suya para pedir su venia a la repetición de la cita que tenemos Él, su gente y yo bajo sus Pasos. Hay todo un mundo en el reducido espacio que delimitan los cuatro faldones. Ahí, en la media penumbra, hay mucho rostro amigo que hace que te sientas en casa y cuando cruzas la frontera siempre hay un lugar que parece que es el tuyo. La gente es buena, responsable, generosa y sincera. Nunca falta una palabra amable, un apretón de manos o una mirada cómplice antes que la campana nos llame para ir a lo que vamos y, cuando esto sucede, todos somos uno solo y solo uno el objetivo. Y te abrazas al varal, y aprietas los riñones, y pones en tu fuerza lo mejor de ti mismo mientras dejas que el corazón se acompase a la banda de Campillos cuyo bombo marca la sístole y la diástole de todos nuestros latidos. Y está el que reza, el que reclama atención, el que dedica el tirón y el que hace un chascarrillo o te ofrece un sorbo de agua. Está el que te ajusta la faja, el que se aprieta a ti en comunión y el que puso en las tripas del trono la foto de la persona que ya no está o del bebé que se estrena como testigo de esta locura nuestra que es la Semana Santa. ¡Señores, sois canela! No dejéis que nada ni nadie os arrebate el privilegio que ostentáis y, por favor, no os olvidéis de este intruso al que, en un rato, le enseñasteis lo que no había sido capaz de aprender en mucho tiempo.
No sé cuánto rato estoy ahí cada año, pero siempre se me hace corto. Cada vez que me despido lo hago con el deseo de regresar, pero, sobre todo, me voy lleno de gratitud hacia los que me dejan compartir ese trocito de vida que es ir bajo sus Pasos.
EL ENCUENTRO DE SIEMPRE
Y es salir a la luz, a la algarabía de la calle, a la claridad cegadora del cortejo níveo que se pierde a lo lejos, un sin vivir que quiere poner alas a los pies para que no se demore ni un segundo el encuentro anual de verla venir, espléndida, radiante, presumida y risueña, encantadoramente cercana, majestuosamente sencilla, grácil y pinturera, elegante y castiza, fugaz y regaladora, acogedora y guapa, coqueta porque sabe, novia porque puede y Madre porque quiere, porque quiso, desde el momento que pronunció el sí más importante de la historia de la humanidad.
Ver venir a la Virgen del Rocío es tener la seguridad que hay una vida mejor y que esta debe ser como ese instante en que Ella aparece ante nosotros. Da lo mismo que sea clareando con su figura la Cruz Verde que asomando gloriosa por el otero de la calle Peña. Es igual si la hallamos en ese espejo de Ella misma que es Mariblanca o en el clamor de la tribuna de los pobres; poco importa si la alcanzamos embelesando a la calle Larios -bajándola, como decimos por aquí, que para eso fue Ella de las primeras en surcarla con el viento de proa- o filtrando sus resplandores por las verdes vidrieras que forman los árboles de la Alameda.
Ver venir a la Virgen del Rocío es volver al asombro en los ojos de un niño, a la caricia cándida de los enamorados, a la mano apretada del amigo fiel, al piropo espontáneo, a las mariposas en el estómago, a los abrazos cálidos de la familia, al recuerdo que habita en la lágrima que moja la mejilla ajada por los años.
Ver venir a la Virgen del Rocío es extasiarse ante la belleza del trono en el que reina, es envidiar al palio que la cubre y querer ser la cera que la alumbra. Verla venir es renegar de todos los colores y quedarnos con el blanco de su universo inmaculado; es desear enroscarnos a su talle como los arbotantes lo hacen en el aire y albergar el anhelo de fundirnos en la nieve de su manto. Ver venir a la Virgen del Rocío es poner nuestros suspiros en las manos de Curro para que los prenda entre los gráciles pliegues que la adornan.
Ver venir a la Virgen del Rocío es ansiar ser clavel en su celestial arriate y quejío flamenco de la saeta que vuela directa, amorosa y certera, de nuestro pecho hasta el suyo.
¡Ya adivino el momento en el que te cantemos en el umbral de la noche! Ya vuelve la incertidumbre ante si pararás en el sitio justo en el que las morillleras no ocultan tu rostro de Niña. Ya vuelvo a ver los ojos de mi Elena, que ha crecido esperándote en ese mismo lugar todos los años, y presiento la mano que se alarga amorosa -como lo hace en la reja que separa la marisma de la gloria- y el temblor que recorre mi espalda en cada uno de los pasos que te traen a nosotros.
¡Aplausos! ¡piropos! ¡flores!…¡Seguiriyas y martinetes cayendo sobre ti como puñados de arroz y peladillas en la calle Echegaray de nuestros encuentros!
Rocío, Madre y Señora,
causa de nuestra alegría,
rayo de luz cegadora
que alumbras el nuevo día.
La Trinidad y los Percheles,
Capuchinos y la Victoria
quieren ser blancos claveles
y hacer tu ramo de Novia.
Y vuelvo, también, a imaginarte tomando la primera de las dos curvas por las que te alejarás para repartir felicidad por otros pagos. Porque si bonito es verte venir, Rocío, igual de bello es contemplar cómo te marchas, despacio y hermosa como una puesta de sol.
Y así, de esa forma y en brazos del amor del pueblo, emprenderás el camino de regreso al barrio que acogerá tu vuelta con un estallido de júbilo que finalizará cuando quedes junto a tu Hijo en esta casa.
Se apagará el clamor y la gente ira marchándose; a tus pies quedará un enjambre de estalactitas de cera que verá como las flores comienzan a tornarse marchitas sabedoras del final de su historia de amor. Entonces, como nunca entonces, en el silencio y la penumbra de la soledad, relucirán parejos la suprema cumbre de tu gloria y el abismo profundo de tu pena.
Yo sé que Tú también sufres; yo sé que conoces el acíbar de la amargura; yo sé que Tú también derramas lágrimas, aunque no alcancemos a verlas perlando tus mejillas…
Nadie puede negar tu angustia, más bien diríase que es ese mismo dolor el que te eleva a lo más alto y que es tu actitud ante el sufrimiento la que te hizo merecedora de la corona con la que la mismísima Trinidad vino a adornarte por los siglos de los siglos en el mismo instante de tu prodigiosa e inmaculada concepción.
Porque toda tu belleza, toda tu dulzura, toda tu majestad, toda tu clemencia, toda tu pureza, toda tu caridad, toda tu merced, toda tu gracia, todo tu consuelo, toda tu fe y, por tanto, toda la victoria que es, en definitiva, tu santidad toda se cimenta en las siete dagas que te acechan, en las siete espadas que se ciernen sobre tu corazón de Madre.
Por eso te pido, Rocío, que dejes a este pobre vocero, tan acostumbrado a mirar cara a cara a tus Dolores, que al menos intente endulzar cada uno de esos puñales con otros tantos cantares.
Déjame que te ofrezca mis palabras y las ponga a tus plantas antes de que los malagueños vuelvan a cubrirlas de flores y de oraciones.
Deja que me acerque. Déjame que regrese a tu presencia por aquellos mismos caminos que me trajeron un día a tu lado y que, sin saber por qué, nunca he podido desandar.
SIETE CLAVELES A MODO DE DESPEDIDA
Si Tú eres de la Victoria
y yo nací en Capuchinos
¿quién cruzó nuestros caminos
y emparejó nuestra historia?
Mas sin conocer la gloria
de ser de tus Lagunillas
déjame que por sencilla
y que por Reina te cante
y que a tus plantas me plante
y me arrope en tu mantilla.
Déjame buscar la orilla
de espuma que hay en tu saya
y que encalle en esa playa
mi alma como una barquilla.
Tú eres la estrella que brilla
como el sol en la mañana,
deja que por Soberana
y por humilde te cante
y que a tus plantas me plante
como tierra victoriana.
Déjame ser la peana
que te sostiene orgullosa
o la malla primorosa
que te da su filigrana
cuando sales, tan lozana,
las tardes de Martes Santo.
Deja, pues, que por tu encanto
y por tu gracia te cante
y que a tus plantas me plante
acurrucado en tu manto.
Déjame ser la cadencia
que mece tus bambalinas;
déjame ser las esquinas
que tiemblan con tu presencia.
Consérvame la querencia
que me imanta a tu figura,
y déjame que por pura
y que por casta te cante,
y que a tus plantas me plante
para gozar tu dulzura
Déjame ser el anillo
que se enrosca en tu anular
y la suerte de rozar
tu rostro siendo zarcillo.
Déjame beber del brillo
de tus ojos de lucero.
Deja que por tu salero
y tu donaire te cante
y que a tus plantas me plante
y que sea tu prisionero.
Déjame ser la diadema
que pusimos en tus sienes
y que sueñe, cuando vienes,
con que tu fuego me quema.
Déjame que en la suprema
suerte de entrar a morir
puedan mis labios decir
que para ti fueron cante
y que a tus plantas me plante
para empezar a vivir.
Y deja que esta canción
que ya toca a su final
sea alivio de ese puñal
que te llena de aflicción.
Deja que mi corazón
te ofrezca como escabel.
Déjame que con la miel
que hay en tu nombre te cante
y que a tus plantas me plante,
¡Rocío, como un clavel!
He dicho.
Málaga, 21 de marzo de 2020/ 26 de marzo de 2022
LAUS DEO
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